lunes, 12 de mayo de 2014

Sobre la piel

   Mediando la treintena. Quién lo diría, joder. Parece que fue ayer, tal vez lo fuese, cuando sobre mi piel arenosa y engravillada correteaban docenas de pies saltarines como pelotas, redondas como canicas relucientes, como el sol que sale a mi espalda por levante, ese sol que desde mayo comienza a morder en la piel, la mía y la del que se atreve a jugar sobre mi anatomía cuadrilátera. Eso soy: un cuadrado flanqueado por cuatro edificios residenciales, cuatro brazos de ladrillo visto, siete alturas y no muy bonitos, para qué nos vamos a engañar. En dos esquinas hay placas que dicen que soy plaza. Yo prefiero llamarme parque. Parque soy desde que en medio me pusieron media docena de columpios, en la mitad de un foso de arena, redondo, a modo de ombligo, que hacía las delicias de los niños. Unos niños alegres, pese a sus rodillas peladas y ensangrentadas y sus manos negras. Mucha piel arranqué de esos enanos juguetones, impasibles al frío o el calor, el viento o la lluvia. ¡La lluvia! De qué manera me harían que cuando caían cuatro gotas pensaba que en cualquier momento me ahogaría. Inundado por una tormenta de verano y me quedaba solo una semana, mirando a hurtadillas a todo el que pasaba, incitándolo a jugar conmigo. Esos ansiosos jugadores estaban atados por la correa invisible de la mirada severa de sus padres, sentados a mi alrededor en esos bares de antes, grasientos, con una mezcla de olores densos, como el ajoaceite de las bravas y el Ducados del camarero apoyado en la barra. Sin embargo, nunca estuve solo del todo en aquella época. Siempre vino a hacerme compañía el chapoteador de botas de agua relucientes, la gimnasta con sus gomas elásticas, el gitanillo descalzo y despreocupado o el yonqui furtivo.

   Curiosa mezcla. Esto lo cuentas tan normal y no te creen. En mi infancia, mientras las niñas se columpiaban en mi ombligo de arena y los niños jugaban a fútbol, los yonquis se rompían las venas en las zonas verdes, detrás de palmeras, moreras y arbustos. Ya ves, tanto se escondían que algunos no encontraron la salida. Escondrijo y ataúd, por el mismo precio. Qué cosas, tanta vida e inocencia rodeada de podredumbre y muerte. Esta anormalidad era mi rutina. Mis niños me agujereaban la piel para jugar al guá y mis mayores parecían un colador, unos jugaban con los cromos y otros con el pegamento.

   Pero la paciencia se agota, se pierde, y los vecinos explotaron. Una patrulla ciudadana, una cuadrilla nocturna que corta el paso, un año de concentraciones con cargas policiales en mi brazo de poniente... El tratamiento surtió efecto, qué duda cabe. El agente tóxico desapareció, pero el miedo y el hastío ya se habían instalado. Mis compañeros de juegos ya no eran tales, crecieron y me cambiaron por otros juegos más pequeños y modernos, de los que ni un amigo te hace falta para estar horas encerrado en tu habitación. Muerto el perro, se acabó la rabia. Y menuda rabia: del libre albedrío a la soledad más absoluta. Alguna mierda de perro y una pelota de plástico el fin de semana eran mi única compañía.

   Pero el paso del tiempo hace su efecto y las hormonas también. Más pelo, más curvas, más centímetros. El silencio de años anteriores se fue trocando por electroflamenco, música techno y rap o rock, según la esquina. Las bicis eran más pesadas y ruidosas. Ya no era sólo el sol lo que me quemaba la espalda, también esas piedrecitas calientes, estrellas fugaces de aroma dulce y penetrante. Cualquiera de mi edad sabe de lo que hablo. Yo los recibí, por supuesto, con mis cuatro brazos abiertos. No se habían olvidado de mí, pero había cosas que no cuadraban. ¿Por qué nadie jugaba conmigo? ¿Dónde estaba la energía de años atrás? Hablar, fumar, hablar, bolsa de pipas, litro de cerveza. Y no hubo un solo cambio en años. Los hierros se oxidaron, los bancos se rompieron, los arbustos se secaron. Me abandoné, en resumen. Los niños se hicieron mayores definitivamente y nadie vino a relevarlos. Además, ¿quién querría jugar sobre mí? Un aspecto tan desaliñado echa para atrás a cualquiera. ¿Quién podría compararse con la confortabilidad de una habitación con tele y ordenador? Nadie sería tan osado. Los malos olores y algunos animales volvieron a hacerme compañía.

   Siempre he presumido de buena memoria, pero no alcanzo a recordar el día que vinieron a lavarme la cara y adecentarme. Apostaría que fue poco antes de una fiesta, de la democracia creo que la llaman. Afeitaron mis arbustos; rejuvenecieron mi piel, ajada y áspera, y la dejaron mucho más fina y limpia; taparon mi vientre anillado y lo sustituyeron por una alfombra plástica con columpios asépticos ausentes de metal. Un parque resucitado, en la flor de la vida, que dirían algunos. Me desperecé, ansioso de abrazar a nuevos mocosos brincando, a chiquillas vivarachas...

   Mi gozo en un pozo. Estaba como nuevo y como nuevo me quedé un lustro más. Tal vez, mi aspecto descuidado y mi pasado más lejano habían hecho mella en mis vecinos. Quiero pensar que siempre fui bueno o por lo menos lo intenté pero, quién sabe, contra la memoria ajena y tu historia rara vez puedes luchar. Me consolaba con la tontería ésa de que el signo de los tiempos había cambiado y era víctima de la modernidad. A la mierda, estaba depresivo, no engaño a nadie.

   Y de repente, la crisis. Crisis. Todo el mundo hablaba de ella. Economía, desempleo, tristeza. Abuelos, temerosos de perder la pensión; padres y madres en paro; jóvenes, con estudios o sin ellos, aburridos y viéndolas venir. Al final se dieron cuenta de que esa palabra tan de moda no les era desconocida, pues crisis era el estado natural de todos ellos. Mi estado natural pasó paulatinamente de depresivo y tristón a feliz moderado. Los abuelos pasearon a mi alrededor y descansaron en los nuevos bancos, algunos padres se sentaron en los bares, los más jóvenes dieron color a las esquinas y mis niños, con los que yo crecí, trajeron a los suyos a jugar conmigo. Los achucho, intento cuidar de ellos y miro de reojo intentando hacer recuento de todos aquellos que pasaron la niñez conmigo.

   Me falta gente, lo sé. Yo me hago el despistado, que no se me note. Algunos no volverán, una verdadera pena. Otros sé que ni siquiera una visita suya recibiré, siempre fueron demasiado buenos para mí. O yo demasiado malo, quién sabe.

Dani @El_Taquillero

1 comentario:

  1. Perfecta la forma en la que está escrito, lenguaje directo, áspero,duro y al mismo tiempo emotivo y dulce. Me parece una genialidad; le envidio esta forma de escribir, capacidad al alcance de muy pocos. Texto con mucha carga emocional.

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