miércoles, 30 de julio de 2014

Los suyos

Siempre fue un buen chico, eso decían. Un chico empático. El lugar del otro era, invariablemente, el suyo. Por su genética, por su historia, por su entorno, le costaba no estar al lado del oprimido, del más débil, del que nada tenía que perder pues todo le fue arrebatado. Nunca el dolor ajeno le fue tal. Sufría con las miserias de la gente, sentía el frío del sin techo, la angustia del parado. Las caras de los niños pobres, mocosos y famélicos, le deshacían las entrañas y la imagen de las putas explotadas de la periferia, su barrio y los barrios vecinos, le ahogaban el alma. No encontraba explicación a que el ser humano pudiera ser tan depravado para dejar morir de hambre y frío a sus iguales. "Habrá más gente como yo, estoy seguro", se repetía constantemente desde su insignificancia. Gente que tenga el dolor a flor de piel, que sufra por las desgracias ajenas y no tan ajenas, luchadores, incansables. De los suyos, al fin y al cabo.

No tuvo una infancia cómoda, como cualquiera de su alrededor, pero sí apañada. Ni el plato caliente a la mesa ni el abrigo faltó en invierno. Caprichos, los justos: Coca-Cola sólo los domingos, chándal y vaqueros remendados, cuando no heredados, pero, como digo, las necesidades básicas bien cubiertas. Otra necesidad, o vicio según algunos, era la lectura. Rodeado de libros y tebeos desde bien pequeño por el buen hacer de su familia, autodidacta como tantas otras en la época. En aquellas páginas encontraba el refugio y el calor que su interior a veces necesitaba. Imaginó mundos perfectos, donde el hambre y la miseria eran cosas pretéritas, en los que la risa y la alegría habían llegado para quedarse, para llenar a los suyos.

Este chico crecío y fue un hombre. Leyó, estudió, trabajó y aprendió. Encontró por fin a los suyos, gente preocupada por las mismas cosas que él, dolidos, sufrientes. Halló hombros sobre los que llorar y espaldas fuertes sobre las que compartir mochilas de penas y miserias. No todo eran lamentos, qué duda cabe. Hubo risas, muchas. Y diversión, casi a cada hora. Grupo heterogéneo, pero con objetivos meridianos: apoyarse mutuamente, repartir tristezas y arreglar el mundo, poca cosa. Amistad, o eso creía.

No tuvo una vida cómoda, como dije, y claro, tuvo que trabajar desde bien joven, algo que nunca le importó, pues pensaba que era lo normal entre los chicos de su edad y además ayudaba en la economía familiar al hacer que en su casa tuvieran un problema menos. La vida laboral le dio buenas alegrías, económicas sobre todo, pero también sus mayores dolores de cabeza. Conoció la depravación del ser humano, todos los defectos posibles, encarnados en las figuras de sus superiores. Egoístas, rastreros, ladrones, todo lo que se pudiera decir de ellos se quedaba corto.

Tras casi dos lustros de aguantar un goteo incesante de desprecios y humillaciones, se percató de que el hombre empático, aquél buen chico de años atrás, había desaparecido. El odio lo consumía, lo corroía como al metal más barato se lo come el óxido. También descubrió que los suyos ya no lo eran tanto. Muchos hombros resultaron ser impermeables y otras tantas espaldas bastante más estrechas de lo que pensaba. Las risas tan frescas de antaño se tornaron enlatadas, de comedieta de medio pelo, de cerveza a un euro. Personas que se habían vendido muy bien, pero que a él le tocaba ahora pagar los intereses. La alegría ajena se convertía en dolor propio y lo que antes le hacía daño por cercano, ahora era un acicate para soportar mejor su desgracia. "Que se jodan", pensaba a todas horas. Estaba a punto de convertirse en lo que más había odiado siempre, una persona insensible, egoísta, despreciable.

Pero quien tuvo, retuvo. Decidió dar un golpe en la mesa y transformar todo ese odio en fuerza. "El odio es un buen combustible", se decía machaconamente, a diario. Y tanto que lo era. Quemaba, abrasaba lo que se ponía a su alcance, pero hizo que redoblara su energía, su empuje. Ese fuego hizo también que los que no eran tan suyos se alejaran del todo y se acercaran los irreductibles, los que se cuentan con las dos manos y tal vez un pie, los que sienten el mismo frío y el mismo nudo en el estómago, aquéllos que comprendían cada paso que daba aquél hombre, tal vez equivocado, seguramente en lo cierto.

Por una vez, aunque se adivinara la sombra de la derrota, se sentía ganador, imbatible, pues, en definitiva, los suyos, los de verdad, lo acompañaban.

Dani @El_Taquillero

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